La ventana

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jueves, 12 de julio de 2012

Andén


Nadie, nadie hizo parar la micro donde se tenía que bajar, después de mucho correr y maldecir al chofer por no leerle la mente, casi sin aire bajó al metro, llegó y entre un mar de personas subió a un carro, dormitando alguien le pidió permiso y ella respondió “también bajo”. Salió disparada, corriendo y chocando con medio mundo en el andén, subió las escaleras tropezando con otra mujer de cabello negro, nada fuera de la rutina, claro.
Buenos días, sí, sí, qué tienen de buenos, expertos en desencantar a la vida de la vida.
Y es verdad, tantas cosas que hay que saber, y ni hablar de ponerse al día en el camino, que ni respirar se puede en la locomoción y para qué hablar de la fila para el diario gratis, no, nada tienen de buenos.
Mientras se ponía el delantal y maldecía a la tecnología y a la globalización y pensaba en qué lindo sería que los niños no vieran tanta televisión; observaba silenciosa cómo sus compañeros llenaban de cafeína sus cuerpos. Me acuerdo como cerraba los ojos, una vez me contó que en esos momentos recordaba lo esencial de la vida, lo básico, lo más necesario, también recuerdo que siempre se iba sin decirme nada más que “que tengas un buen día” y después sonreía cómo diciendo “espero que lo sea”.
La veía entrar a la sala y le gritaba “fuerza” porque no le gustaba la palabra suerte o éxito, igual que a una profesora que tuvo. Después de unas cuantas horas o minutos, no sé, el tiempo es tan subjetivo y tan mal amigo (eso me decía siempre), ella salía al pasillo con una sonrisa, estaba radiante y tarareaba siempre la misma canción. Me gustaba mirarla, sobre todo me gustaba entrar a sus clases, me gustaba ver cómo encantaba a los chiquillos con las palabras, les entregaba una parte de ella en cada sintagma. Yo le pregunté una vez si no se arrepentía y me sorprendí con la respuesta que me dio. “Sí, a veces, cuando todos me dicen que estoy perdiendo mi tiempo, que se gana muy poco y que los cabros no están ni ahí con el colegio y con aprender. Me arrepiento de escucharlos porque en esos segundos podría estar pensando en cómo enseñar mejor o cómo integrar las ideas de Montessori en toda nuestra educación”. A mí me daban ganas de reír, pero como era un poco malas pulgas me limitaba a decirle “Ahh…”.
Después de un par de años se fue del colegio, se despidió de todos y nos recomendó que dejáramos de tomar tanto café, le di un abrazo fuerte y le dije que la extrañaría.
-Yo también – Me respondió ella.
-Nos comunicamos por correo po’ – Le dije.
-No, estás loca, además no creo que allá me conecte, no ves que no llega el internet, ¿o sí?
-No sé, yo creo que sí, cómo no, ¿cómo vas a hacer clases entonces?
-Igual que aquí, pero con pizarra no más, será genial.
-Qué loco, mujer, piénsalo bien, dejar todo por unos niños que te van a decir vieja.
-Jaja. Los profesores crean recuerdos, pero no forman parte de ellos, eso nos decía siempre una profe en la U, cómo se llamaba… Mónica parece, ni me acuerdo.
Nos hicimos muy amigas, cuando la fui a dejar al terminal, con sus padres y otros amigos, le regalé un libro de Huidobro, la vi nerviosa, sus papás estaban llorando y ella igual, la verdad; todos sentimos un poco que nos dejara aquí en Santiago. Dijo “Bueno; los extrañaré porque es normal para el ser humano crear apegos, pero bueno, me pueden ir a ver cuando quieran, cuando extrañen mi muletilla”. Nos reímos y le dijimos a corito “bueno”. La vimos subir al bus, no se dio vuelta para despedirse y movernos la mano, nosotros nos quedamos mirando como desaparecía del andén trece y de nuestros ojos.
Ahora han pasado varios años, tengo un cajón lleno de cartas, todas con la dirección de un pueblito del norte, en algunas dice que nos extraña, en otras que es la mejor decisión que pudo tomar, algunas tienen escrito que cuándo la iré a ver, la mayoría dice que jamás olvide lo esencial de la vida. Nos hicimos muy amigas. Cuando el mundo se viene abajo, yo me acuerdo de ella, la extraño, me la imagino con los ojos cerrados y yo… yo en vez de llorar, le hago caso y respiro.



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