Nadie, nadie hizo parar la micro donde se tenía que bajar, después de
mucho correr y maldecir al chofer por no leerle la mente, casi sin aire bajó al
metro, llegó y entre un mar de personas subió a un carro, dormitando alguien le
pidió permiso y ella respondió “también bajo”. Salió disparada, corriendo y
chocando con medio mundo en el andén, subió las escaleras tropezando con otra
mujer de cabello negro, nada fuera de la rutina, claro.
Buenos días, sí, sí, qué tienen de buenos, expertos en desencantar a la
vida de la vida.
Y es verdad, tantas cosas que hay que saber, y ni hablar de ponerse al
día en el camino, que ni respirar se puede en la locomoción y para qué hablar
de la fila para el diario gratis, no, nada tienen de buenos.
Mientras se ponía el delantal y maldecía a la tecnología y a la
globalización y pensaba en qué lindo sería que los niños no vieran tanta
televisión; observaba silenciosa cómo sus compañeros llenaban de cafeína sus
cuerpos. Me acuerdo como cerraba los ojos, una vez me contó que en esos
momentos recordaba lo esencial de la vida, lo básico, lo más necesario, también
recuerdo que siempre se iba sin decirme nada más que “que tengas un buen día” y
después sonreía cómo diciendo “espero que lo sea”.
La veía entrar a la sala y le gritaba “fuerza” porque no le gustaba la
palabra suerte o éxito, igual que a una profesora que tuvo. Después de unas cuantas
horas o minutos, no sé, el tiempo es tan subjetivo y tan mal amigo (eso me
decía siempre), ella salía al pasillo con una sonrisa, estaba radiante y
tarareaba siempre la misma canción. Me gustaba mirarla, sobre todo me gustaba
entrar a sus clases, me gustaba ver cómo encantaba a los chiquillos con las
palabras, les entregaba una parte de ella en cada sintagma. Yo le pregunté una
vez si no se arrepentía y me sorprendí con la respuesta que me dio. “Sí, a
veces, cuando todos me dicen que estoy perdiendo mi tiempo, que se gana muy
poco y que los cabros no están ni ahí con el colegio y con aprender. Me
arrepiento de escucharlos porque en esos segundos podría estar pensando en cómo
enseñar mejor o cómo integrar las ideas de Montessori en toda nuestra
educación”. A mí me daban ganas de reír, pero como era un poco malas pulgas me
limitaba a decirle “Ahh…”.
Después de un par de años se fue del colegio, se despidió de todos y nos
recomendó que dejáramos de tomar tanto café, le di un abrazo fuerte y le dije
que la extrañaría.
-Yo también – Me respondió ella.
-Nos comunicamos por correo po’ – Le dije.
-No, estás loca, además no creo que allá me conecte, no ves que no llega
el internet, ¿o sí?
-No sé, yo creo que sí, cómo no, ¿cómo vas a hacer clases entonces?
-Igual que aquí, pero con pizarra no más, será genial.
-Qué loco, mujer, piénsalo bien, dejar todo por unos niños que te van a decir
vieja.
-Jaja. Los profesores crean recuerdos, pero no forman parte de ellos,
eso nos decía siempre una profe en la U, cómo se llamaba… Mónica parece, ni me
acuerdo.
Nos hicimos muy amigas, cuando la fui a dejar al terminal, con sus
padres y otros amigos, le regalé un libro de Huidobro, la vi nerviosa, sus
papás estaban llorando y ella igual, la verdad; todos sentimos un poco que nos
dejara aquí en Santiago. Dijo “Bueno; los extrañaré porque es normal para el
ser humano crear apegos, pero bueno, me pueden ir a ver cuando quieran, cuando
extrañen mi muletilla”. Nos reímos y le dijimos a corito “bueno”. La vimos
subir al bus, no se dio vuelta para despedirse y movernos la mano, nosotros nos
quedamos mirando como desaparecía del andén trece y de nuestros ojos.
Ahora han pasado varios años, tengo un cajón lleno de cartas, todas con
la dirección de un pueblito del norte, en algunas dice que nos extraña, en
otras que es la mejor decisión que pudo tomar, algunas tienen escrito que cuándo
la iré a ver, la mayoría dice que jamás olvide lo esencial de la vida. Nos
hicimos muy amigas. Cuando el mundo se viene abajo, yo me acuerdo de ella, la
extraño, me la imagino con los ojos cerrados y yo… yo en vez de llorar, le hago
caso y respiro.
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