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viernes, 13 de julio de 2012

La identidad, una loa del ego al poeta.

“¡Pasajero, detente! ¡Este que traigo de la mano no es zurcidor de rimas, ni repetidor de viejos maestros, –que lo son porque a nadie repitieron, –ni decidor de amores, como aquellos que trocaron en mágicas cítaras el seno tenebroso de las traidoras góndolas de Italia…!”[1] Quien va de la mano de Martí, no es distinto a quien reside en el jardín de cualquier palacio real, sea en Versalles, en la Francia del siglo XVIII o quizás en Irlanda del Norte, deleitando a la reina Isabel II en pleno siglo XXI. Los años dejan huellas imborrables, en el cuerpo y el espíritu, y aunque nuestra construcción es, en parte, la construcción de nuestros antepasados, claramente nuestro contexto es radicalmente distinto. Sin embargo, hay algo que nos hace iguales y es la búsqueda de la identidad.
Vamos recorriendo la vida, imaginando encontrar lo que tanto anhelamos. Atesoramos experiencias, otras simplemente las olvidamos, nos topamos con personas que transitan por los mismos senderos que nosotros, buscando el mismo ansiado sentido de pertenencia, de tanto recorrer con los pies y la mente, transitamos por tantos mundos, por tantos universos, por tantos lugares que muchas veces no nos detenemos para valorar lo hermoso que nos rodea y, solo lo hacemos cuando tenemos hambre o estamos cansados. Detenerse por necesidad probablemente sea el gran error, pues se desconoce el lugar en que Morfeo visitará nuestra mente y, en consecuencia; la fatiga a nuestros músculos. Puede ser la ciudad, algún planeta desconocido o un jardín. Sin duda corremos un gran riesgo.
Y… ¿Qué hace especial a un jardín? Quizás sea la decoración, la cantidad de cisnes que vivan en la laguna, o tal vez Darío esté en lo correcto y lo que hace particular a un jardín sea su dueño. Entonces; ¿qué es lo que hace especial a una ciudad, a un siglo, a un contexto? Los hechos sociales, los avances tecnológicos, las grandes catástrofes, o los protagonistas de todas ellas. Y en cada siglo, con cada cambio hay que buscar la adaptación y el sentido de pertenencia, y en cada jardín hay que adecuarse a los requerimientos del dueño.
Rubén Darío expresa de forma brillante la búsqueda de la identidad perdida, lo condicionada que está la personalidad, el rol del poeta. Describe realmente, al poeta como persona crítica y a la vez sumisa, pues, aunque se busca la expresión de las ideas (necesariamente de forma implícita) se continúa a merced del prejuicio social, de la opinión de los poderosos.
Y no cabe duda que la figura del letrado siempre se ha buscado menoscabar, podríamos pensar, que de la forma en que el rey (por asesoría de alguien más) envía al poeta al descuido del jardín, (el cual particularmente sirve para decorar) de forma muy parecida, las figuras de poder autoritario, han enviado al letrado al patio trasero de las prioridades nacionales, no solo metafóricamente, también de forma literal, ordenando la quema de libros, censurando las editoriales y, en el caso de la Alemania Nazi, arrasando con librerías completas solo por ser propiedades de las llamadas razas no arias. 
Entonces, qué tan importante es la individualidad, comprendiéndola como el principal motor de la identidad o más bien, de la personalidad en este gran mundo globalizado, donde los gustos a diario, se intentan homogeneizar. ¿Cuánta es la importancia de las referencias que posee el lector, cuánto condicionan estas, la comprensión de la obra del poeta desterrado al frío y punzante olvido? Si en algún momento, creímos que no importaban los libros que antecedían al presente, estábamos muy equivocados, pues “cada lector lee un texto utilizando unos modelos de coherencia basados en las experiencias de la vida en general y, más particularmente, en las lecturas anteriores.”[2] Cada poeta fue construyendo su propia identidad y a la vez, condicionando la de los que se formarían posteriormente. Es por eso, que en la búsqueda (que más bien es una especie de batalla metafórica) descrita por Darío, el poeta se mide “con un gigante” y, a diferencia de lo que señala Martí en el “Prólogo al Poema del Niágara” sí sale herido. Ha perdido la batalla frente a la filosofía y no ha podido salir con la lira “bien puesta sobre el hombro”. Pero qué más se puede esperar, en un mundo donde solo importa “llenar bien los graneros de la casa”, el amor por la palabra como simbolismo, yace sepultado tan hondo, que ni un holocausto apocalíptico podría rozarla. La retórica parece no decir nada que la sociedad desee escuchar, pues es el “momento del asombro y del desencanto, de la inquietud: es la hora de la filosofía”.[3]
El movimiento precipitado del mundo globalizado, solo busca resultados, intenciones, es por esto que se desplaza la importancia de la poesía, pues se cree que solo tiene una lectura pasiva, con denominaciones sin significación o justificaciones. Se ignora que no solo la filosofía incita a una lectura activa, no solo ella expresa un mundo de reflexiones.
Pero, retomando la pérdida del poeta o, más bien de su identidad como precursor de grandes cambios, como constructor de ideologías y de mundos, empuñador de la palabra como único medio de defensa y de creación, pues “El lenguaje es el ser del hombre…, la apertura de la trascendencia”.[4] Solo lo verdaderamente importante resiste  al paso de los años, la identidad del literato se ha querido destruir por la conveniencia de de unos pocos, se ha querido presumir de logros inexistentes, cuando el principal está en manos de los grandes letrados: formar entes racionales, capaces de criticar lo injusto y hacer algo por ello, capaces de pronunciarse frente a un rey que los desea expulsar del lugar que les corresponde, que les quiere quitar el poeta que vive en su interior. Si permitimos que esto pase, nos esperará el mismo final que al poeta del Rey Burgués.
“Y cuando cayó la nieve se olvidaron de él, el rey y sus vasallos; a los pájaros se les abrigó, y a él se le dejó al aire glacial que le mordía las carnes y le azotaba el rostro…”[5] Triste final para algo tan valioso. Lamentablemente, lo que muchos olvidan, y lo que el poeta del rey olvidó al parecer… Es que tiene más valor un espíritu libre, decidido y lleno de amor, que ha sabido diferenciar el sentido de pertenecer a algo a, las simples adulaciones que el ego manifiesta a la identidad, esa falsa altivez que es más bien una loa al espíritu libre del vate, la cual  lo vuelve una figura sumisa, sin ambiciones y rodeada de temor.
La búsqueda de la identidad es un error, no hay nada nuevo que encontrar, se debe hallar la verdadera pertenencia del escritor, la que se ha querido ocultar por mucho tiempo, y es la de ser un ente activo en la formación de la sociedad, de los ideales, de las reflexiones, pero sobretodo, de la vida de cada persona, pues es un derecho que se debe tomar, aunque sea por medio de la llamada valentía cívica. Martí describe este derecho, y lo enriquece, agregando que “el mérito no está en el éxito del acometimiento, sino en el valor de acometer.”[6] Tenemos el derecho (casi deber) de luchar por nuestro sentido de pertenencia, por decidir quiénes nos influenciarán, dónde queremos detenernos a descansar o comer, a quién queremos divertir, con quién deseamos compartir nuestro camino, pero sobretodo, tenemos el derecho a pensar libremente, pues si no lo hacemos, podremos morir imaginando supuestos que pudieron ser realidades.



Yaritza Echeverría


[1] José Martí. “Prólogo al Poema del Niágara” de Juan Antonio Pérez Bonalde.
[2] José Antonio Hernández Guerrero. “Teoría, Crítica e Historias Literarias” Página 4. Universidad de Cádiz.
[3] Georges Gusdorf “La palabra”. Página 21.
[4] Georges Gusdorf “La palabra”. Página 14.
[5] Rubén Darío. “El rey burgués”.
[6] José Martí. “Prólogo al Poema del Niágara” de Juan Antonio Pérez Bonalde.

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